1 jun 2011

Una noche en Wembley


Un corro de cuatro, abrazados, nerviosos. Una arenga para animar y unas miradas de fraternidad. Estamos en las puertas de Wembley, a punto de entrar. Un minuto para concentrarnos a sabiendas que la grada también cuenta, que nuestros ánimos serán importantes. En medio de esta liturgia sagrada ya realizada en el Estadio Olímpico de Roma dos años atrás, otro grupo de aficionados se acerca y se nos une. Todos vestimos de blaugrana, todos somos culés.

Pasamos el código de la entrada por un sensor, accedemos al estadio y empiezan los registros. Estamos animados y nada nos quita las ganas de reír, cantar y disfrutar. Y aunque tenemos ansias de llegar a nuestro asiento, aprovechamos cada segundo del ascenso en escaleras mecánicas para demostrar que nuestros jugadores no están solos. Y por fin llega el momento. Nuestra boca, la 544, nuestra fila, la 19, mi butaca, la 119.

Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... Los escalones previos a la luz cegadora del estadio imitan la salida al campo desde los vestuarios. Todos jugamos el partido. Pero ahí no acaba la parte mística de nuestra final. La sensación de entrar en terreno sagrado es indescriptible. Allí ganamos la primera Copa de Europa. Es cierto que el estadio es nuevo, pero la magia sigue latiendo, intacta e innata. Es Wembley, con eso nos basta. Buscamos nuestro sitio y nos sentamos, solo un momento, para saborear esa sensación de júbilo, orgullo y nerviosismo que tanto gusta al aficionado de fútbol. Pasado ese momento personal que cada uno engulle a su manera, toca levantarse. La grada está cantando y nosotros no seremos menos. Banderas, bufandas, gritos, cánticos y presentación oficial. Todo está preparado para que suene el silbato. El partido empieza y las caras de todos los asistentes revelan que algo grande puede suceder. El resto de la historia ya la conocéis...

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