Patada en los huevos

Hace un año y medio me enamoré, quizás confundido por el desazón y la sensación de derrota continua. Nunca conseguía los objetivos que me proponía y, al final, en un alarde de desesperación, puse mi corazón en manos de una mujer. Al principio pareció defender nuestra relación. Luchó por ella y, aunque sus formas no fueron siempre las adecuadas, confié en sus métodos.

Lo cambié todo. Mi forma de vestir, de comportarme. Incluso llegué a cambiar mi personalidad y acepté aquello que antes me había parecido incorrecto. Lo abandoné todo, mis amigos, mi familia y me centré solo en ella. Le di todo lo que me pidió y hasta lo que no me pidió. Acepté sus críticas e intenté mejorar, a sabiendas que mi vida ahora estaba ligada a ella. El primer año no fue bueno, pero al fin sentí que había esperanza. En el trabajo seguí sin cumplir aquello que se me pedía aunque poco a poco fui acercándome a los objetivos. Trabajé y trabajé, en la oficina con mis proyectos y en casa con mi amada. Todo para mejorar, para volver a ser el joven brillante que un día fui.

Pero entonces todo se vino abajo. Ella me dijo que aunque me quería yo era solo una estación más de su recorrido. Que aunque creía que yo era el mejor hombre del planeta sentía que debía seguir descubriendo otros hombres y otras maneras de entender una relación. Me explicó que su sueño era volver a Inglaterra y empezar una nueva relación. Yo no podía creérmelo. Después de todos mis esfuerzos, de todos los cambios, aquella chica me iba a abandonar sin remordimientos y sin haberme hecho ni mejor persona ni mejor trabajador. En conclusión, y perdón por la expresión, me pateó los huevos, igual que lo ha hecho ahora Mourinho con el Real Madrid.

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